La paradoja del servilismo
Recuerdo
haber leído sobre esto en Internet hace una década. No sé quién era el
autor original, pero desde allí muchas veces se pensó sobre esta
cuestión, y cada tanto vuelve a girar por ese universo paralelo que es
la web. Como sea, siempre es interesante repensar esta cuestión y
también es lamentable encontrar actualidad en la paradoja del
servilismo.
En 2012, Quentin Tarantino estrenó el film de temática western “Django unchained” (Django desencadenado en España y Django sin cadenas
en Latinoamérica). Si por alguna razón no la has visto, merece la pena
hacerlo. El guion, que fue escrito por el propio Tarantino, nos presenta
entre los personajes a Stephen Candie, el mayordomo
afroamericano del amo Calvin J. Candie; el primero interpretado de
manera sobresaliente por Samuel L. Jackson, el segundo por Leonardo
DiCaprio. Stephen es un esclavo, pero también es el verdugo más
despiadado de los otros esclavos de su mismo linaje en una plantación de
algodón en la Mississippi de 1858 (2 años antes de la guerra de
secesión norteamericana), no solo desprecia a la gente de su clase, sino
que se ve a sí mismo como blanco, rubio y de ojos azules.
Una de
las escenas icónicas es la que nos trae aquí, Stephen se enfurece al ver
a un hombre negro, Django Freeman -hombre libre en inglés-
(interpretado por Jamie Foxx), montado a caballo, y se dirige a su amo
con indignación:
— ¿Ha visto, amo? ¡Ese negro tiene un caballo!
— Y… ¿Tú quieres un caballo, Stephen?
— ¿Para qué mierda quiero yo un caballo? ¡Lo que quiero es que él no lo tenga!
Desde la aparición de esta película se habla del “Síndrome de Stephen Candie”,
refriéndose a aquellos que defienden los privilegios del opresor con
más fervor que el propio opresor. La estructura de la sociedad actual
proporciona un caldo de cultivo perfecto para que estos Stephen Candie
proliferen. Al igual que el mayordomo esclavo, estos individuos creen
pertenecer a una clase social superior a la de sus iguales. Los “amos”
les han hecho creer que son “clase media”. Reniegan de la clase
trabajadora, a la que consideran “vagos que pretenden vivir del Estado y
sus apoyos sociales”.
Los Candie defienden la meritocracia y el
neoliberalismo, rechazando la intervención del Estado en la economía.
Sin embargo, buscan atajos y conexiones para acceder a mejores puestos o
a subvenciones. Se autodenominan emprendedores, pero siempre necesitan
padrinos que les faciliten contratos amañados con sobrecostes pagados
con el dinero de todos.
Encarnan la incongruencia extrema, víctimas
de una alienación ideológica que los aleja de su propia realidad. Marx
describe la alienación como el estado en el que los trabajadores no se
reconocen en los productos de su trabajo y se sienten extraños a su
propia existencia (Marx, 1844).
Defender a los ricos siendo un
asalariado es una forma de alienación ideológica similar al “Síndrome de
Estocolmo”, donde la persona secuestrada termina colaborando con su
secuestrador. Esta alienación los lleva a ignorar las corrupciones y
abusos de sus amos (“porque antes estábamos peor” y “se robaron todo”),
quienes utilizan a los partidos políticos para aprobar leyes que les
benefician y perjudican a los Candie. Estos “negros” con ínfulas de
“blancos” son bombardeados por los medios de comunicación hasta que
internalizan los eslóganes más absurdos y extravagantes. Hoy, en nombre
de la libertad.
Los Candie del siglo XXI defienden con fervor a sus
propios maltratadores, respaldando con tenacidad todo lo que dicen sus
amos y los medios que los apoyan. Consideran que quienes no comparten su
visión están adoctrinados o lobotomizados, y se ven a sí mismos como
salvadores de la humanidad, protegiéndonos de un comunismo opresor y
esclavizante.
No aceptan ser utilizados por quienes les hacen creer
que son indispensables y de confianza. No reconocen que son usados en
conspiraciones y manipulaciones, a menudo como testaferros o chivos
expiatorios. Cuando dejan de ser útiles, son descartados y reemplazados
sin miramientos.
El obrero que vota por la derecha es un Candie, un
individuo que defiende con vehemencia un sistema que, paradójicamente,
lo oprime y lo mantiene en un estado de servilismo perpetuo. Y las
condiciones cada día son peores, pero están felices porque el otro no
tiene caballo.
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